Como muchas personas en Europa, yo había oído hablar del genocidio en Ruanda cuando sucedió en 1994, pero no había dejado de ser una más de tantas noticias que nos llegaban amortiguadas por las pantallas de la televisión o por el papel de los periódicos. Recuerdo, eso sí, que pensé que había pasado muy poco tiempo desde la guerra de los Balcanes y la invasión de Irak, y se reforzó mi visión pesimista de la humanidad desde la perspectiva histórica.
Años después, una amiga que sabía de mi vocación por trabajar con y para las personas refugiadas me regaló un libro, Survivantes, que cuenta de una forma implacable la historia de su protagonista, Esther Mujawajo, y de todo un pueblo. Y lo hacía rodeando el horror y lo inimaginable para llevarnos de la mano al abismo, poder asomarnos, y acompañarnos hasta la salida – para volver, transformados aunque extrañamente intactos, a nuestra vida cotidiana.
Cuando conocí a Eva y a Christoph en Chassignolles, Francia, donde participé como profesora durante 5 veranos, me hablaron de su deseo de llevar la logoterapia a Ruanda, y les dije que, por supuesto podían contar conmigo; igual como me habían ayudado mis maestros de Alemania y Austria viniendo a España, yo vendría, si era necesario, a Ruanda siempre que quisieran. Y Eva no olvidó mis palabras; en una cultura oral, las palabras tienen gran valor aunque no estén firmadas. Y aunque Eva lleve apellido alemán y tenga la tez clara, los ruandeses dicen, disculpándose ante nosotros que sí somos umuzungu, que Eva « no parece europea ». Se disculpan porque es un piropo : se entrega totalmente a las personas, es generosa, trabaja día y noche por los demás, sin horarios… y su enorme corazón es de un negro profundo, consistente y totalmente africano. Lo que queda de su Alemania natal además de la tez descolorida es su acento un poco peculiar.

Primera jornada del congreso “Decir sí a la vida” en Kigali, 27 de noviembre de 2015
Ahora, ya de vuelta después de diez días intensos en los que recorrimos el país de sur a norte y de oeste a este, siento que tampoco yo voy a olvidar las palabras de los ruandeses. No voy a olvidar las palabras de Jean de Dieu, que hizo llorar al auditorio al explicar su historia, una historia de dolor, de fracaso, de violencia, de vergüenza, “porque tal vez pueda ayudar a otros”. A nadie se le ocurrió que tomaba demasiado espacio. Y mientras hablaba largo rato en kinyarwanda, nosotros, que no comprendíamos ni una sola palabra, comprendíamos la grandeza de su gesto y comprendíamos que para los demás fuera tan importante escucharle y darle un lugar a su relato. Mucho más importante que respetar el horario previsto de la jornada.
No voy a olvidar tampoco las miradas del público que escuchaba con atención la vida de Frankl, y cómo asentían, respiraban, lloraban con él y con sus experiencias. “Ellos también lo han vivido”, me dijeron luego mis colegas ruandeses. Ellos sabían lo que era sufrir la injusticia, la violencia, perder a la familia, sentirse desesperado. Y también sabían lo que era volver a encontrar un sentido a la vida – y acompañar a los que no lo lograban encontrar todavía. A los que seguían perdidos, sin saber cómo era posible seguir viviendo después de haber visto a un hombre ir a buscar a los hijos de su mejor amigo, que estaban jugando, como cada día, con sus propios hijos, para que los mataran los milicianos hutus; cómo obligaban a las mujeres a matar a su marido y a sus hijos, y a los hombres a matar a su esposa y a sus hijos; cómo los vecinos, los padrinos, los familiares delataban, perseguían y asesinaban sin pausa para “acabar el trabajo” de exterminar definitivamente a los tutsis – y a los que les defendían o les perdonaban o les ayudaban. A los supervivientes que quedaban enterrados durante días entre los muertos, a los que tenían que escuchar los gritos de las víctimas, luego ya solo de los asesinos, y más tarde el silencio, cuando todos habían muerto; a los que habían visto cómo aquellos que buscaban un lugar seguro, una iglesia, una escuela, un convento, una embajada, eran asesinados en masa, enterrados vivos, quemados, y sus cuerpos abandonados, lanzados a los ríos o tirados a las letrinas.

Jardín en un centro de hospitalización para personas con problemas de salud mental (por estrés post traumático) y adicciones en Kigali. “Queremos que tengan un lugar digno y bonito”

Exterior del centro de hospitalización para personas con problemas de salud mental y adicciones con Kigali al fondo
Ellos comprendían perfectamente que el sufrimiento pudiera llegar más lejos, ser aún más profundo que en un campo de exterminio: a la salida, al descubrir que todos habían muerto, cuando “las palabras ya no pueden expresar tanta tristeza”. Por eso las que escribió Frankl a su amigo Rudolf Stenger en mayo del 1946 sonaban distintas, densas y aun más verdaderas, si cabe, en Kigali y en Butare: “Ya nada es importante. No tengo ni un hogar, ni una patria, no puedo encontrar raíces. Todo está destrozado, es fantasmagórico, y está cargado con recuerdos tristes – o dulces, y por ello aun más dolorosos. (…) Es tan doloroso tomar conciencia de lo increíblemente ilimitado del sufrimiento. En el campo de concentración pensabas que habías llegado al punto más bajo; pero llegabas solo cuando volvías a casa, “libre”. Realmente libre – demasiado libre.”
Hablar de Frankl en un contexto de tal profundidad de sufrimiento, palpable en todas las miradas, en la escucha conmovida y compartida, era impactante y estaba cargado de una gran responsabilidad. Pero aun lo era más escuchar los testimonios de quienes habían logrado sobrevivir a su sufrimiento, y de quienes habían acompañado a otros en el infierno y habían buscado con ellos la salida. Impfura ishinjagira ishira, “quien es virtuoso camina dominando (o superando, o aprendiendo a manejar) su sufrimiento”, dice un proverbio en kinyaruanda. Como nos enseñó Edouard, la cultura ruandesa tiene elementos de resiliencia que nos son muy familiares a los logoterapeutas.

Intervención en la facultad de medicina de la universidad de Butaré
“Ponéis palabras a lo que nosotros vivimos”. Es lo que nos decían los ruandeses mientras nosotros aun temblábamos de emoción tras haber escuchado su testimonio. Como el del père Jerome, a quien el título del ciclo de conferencias “Decir sí a la vida” (que recupera el título original del libro más conocido de Frankl, “A pesar de todo decir sí a la vida”) le inspiró a explicar su experiencia. Con un talento para la oratoria digno de la mejor escuela de retórica (el de una cultura fundamentalmente oral, que cuida y respeta las palabras), nos arrastró con su relato a su país en el año 1994, justo después del genocidio contra los tutsis, y nos habló de las viudas que estaban sentadas fuera de la iglesia y que le dijeron que no querían escuchar misa, que no tenía sentido después de todo lo que había sucedido. El lo aceptó, y, en lugar de tratar de convencerlas, de insistirles para que entraran, se sentó con ellas y las escuchó. “Me dijeron que ya nada tenía sentido, que no querían ni podían continuar con su vida cotidiana, que la bondad había sido ’genocidada’. Yo les escuché, y luego les dije, ¿podrías tratar de recordar algún acto mínimo de bondad, uno solo, por pequeño, por ínfimo que sea, durante el genocidio? Y entonces una de ellas recordó que un día, cuando iba por la calle desnuda porque le habían arrancado los vestidos, una mujer le lanzó un trozo de tela para taparse. Otra explicó que una familia le había escondido en su casa una semana. Otra contó que alguien le había dado algo de comida. Otra acababa de reencontrar a su nieto, que había sido protegido por unos vecinos. Y así, poco a poco, cada una de ellas encontró algún acto de bondad que había vivido durante el horror absoluto. Y entonces les dije: si sumáis cada uno de estos pequeños actos, tal vez sí lograremos reconstruir la bondad. Y entonces, poco a poco, estas mujeres empezaron a retomar su vida, a ir al mercado, a cuidar de sus hijos, que también volvieron a ir a la escuela. Y al cabo de un tiempo llegaron a ser unas novecientas viudas en este grupo, que compartían sus experiencias, que se ayudaban unas a otras.

Segundo día de las jornadas en la facultad de medicina de la universidad de Butaré.
Y luego, un día, vinieron a verme las mujeres de los hombres hutus que estaban en prisión porque habían cometido los actos terribles del genocidio. Me dijeron que veían lo que las mujeres de este grupo habían logrado, que veían cómo habían mejorado, y me pidieron formar parte del grupo. Yo les dije que yo no tenía inconveniente pero que se lo tenía que preguntar a ellas. Cuando hablé con ellas me encontré con resistencia, al principio, pero lo hablaron, lo hablamos, y finalmente decidieron aceptarlas. No fue fácil, pero poco a poco fueron integrándose en el grupo. Y al cabo de los años este grupo de mujeres llegó a 1.581.“
Ningún escrito puede reproducir la humanidad de este hombre de cuerpo grande y de alma inconmensurable. Y cuando alguien del auditorio nos preguntó cómo se trabajaba, en concreto, desde la logoterapia, solo tuvimos que recordar el relato de este acompañante de personas en sufrimiento para ilustrar “la mirada logoterapéutica” sobre el ser humano. La mirada que sabe que, en cualquier circunstancia, aun en el sufrimiento extremo, la vida de una persona tiene sentido. La mirada que ve que esa persona única e irrepetible tiene algo que aportar al mundo, algo que nadie más podrá hacer de la misma manera. La mirada que no impone, no empuja, que espera, que escucha y que busca con el que sufre. La mirada de quien sabe que las viudas que lo han perdido todo, también la esperanza, van a lograr encontrar pedacitos, harapos de bondad para reconstruir su confianza en los otros, en el mundo, en la vida (en ruandés, confianza y esperanza son una sola palabra: icyzere). La mirada que no les señala donde está el camino, pero que abre puertas, con respeto, con cuidado. «Es cierto que el sufrimiento inevitable ofrece una última posibilidad de autorrealización. Y nosotros (como acompañantes) debemos mostrar con mucha precaución esta posibilidad fundamental. Pero solo puedo pedir el heroísmo de esta autorrealización a una sola persona: a mí mismo”. Es lo que dice Frankl, es lo que explicó Jerome: se muestra lo que la persona no es capaz de ver en el mundo, y se sabe lo que la persona puede lograr hacer, sin empujar, sin imponer. Y luego es la persona la que se siente atraída por eso que está ahí afuera, esperándole, la que a partir de esa relación incondicional, de afecto, de solidaridad, de compasión, de empatía, puede llegar a ver las estrellas que muestran un posible camino y se pone en movimiento. Y, aunque sea tentador verlo así desde nuestro contexto individualista, no se trata de un proceso individual: la noción frankliana de autotrascendencia, la visión del ser humano como ser-con es una evidencia para los ruandeses: Kubaho ni ukubana, “vivir es vivir en comunión con los otros, vivos o muertos”, dicen. Y la empatía y solidaridad de las viudas, que adoptan a los huérfanos, que se ayudan en la vida cotidiana, que escuchan y compadecen, que incluso comparten grupo y ayuda con las viudas de los asesinos de sus familias, de los violadores de sus hijas, es tan necesaria como conmovedora.
El père Jerome no habló de las 10 tesis de Frankl. Pero dejó clarísimo que cada persona es única e insustituible cuando dijo, lentamente, el número de viudas que participaban en su grupo: no más de mil, no unas mil quinientas, sino: mil quinientas ochenta y una. Y sabías sin que recurriera a ningún texto filosófico que cada una de ellas era alguien importante, imprescindible, insustituible, cuya existencia hacía que el mundo fuera diferente.

Christoph Habiyambere presenta la última jornada en la Universidad de Ruhengeri
Llegamos a Kigali el 26 de noviembre una delegación de 9 europeos de Francia, Bélgica, Alemania y España y al día siguiente empezaba un recorrido geográfico, emocional, intelectual y espiritual de una intensidad que no por esperada fue menos bouleversante (no logro una palabra en castellano que quiera decir a la vez remover, conmocionar y transformar). Se celebraron 6 intensas jornadas de conferencias y también de trabajo en grupo en Kigali, Butare, Kabgayi y Ruhengeri para reflexionar juntos, europeos y ruandeses, logoterapeutas formados y logoterapeutas de vocación, sobre cómo desarrollar la logoterapia en Ruanda en el futuro. Como dije el último día de conferencias, no habíamos venido para encontrar la felicidad sino para apoyar a estos logoterapeutas pioneros de Ruanda, pero cuán llenos nos fuimos de relatos, de testimonios, de admiración, de emociones intensas y compartidas, de plenitud y de felicidad generosamente regalada.

Entrada al memorial del genocidio en Kigali
En Kigali visitamos el memorial del genocidio el día antes de nuestra partida. Paseamos entre las tumbas anónimas, rodeadas de jardines, donde están restos humanos que se han podido recuperar de las víctimas. Nuestros colegas ruandeses nos explicaron el proceso que había llevado al genocidio: la estrategia de los colonizadores de generar estereotipos étnicos para dividir a los ruandeses; la propaganda contra los tutsis, tan parecida a la que había tratado de deshumanizar a los judíos en Europa, las masacres y torturas, el sinsentido de una adscripción étnica de la que muchos, como los judíos en Europa, no eran conscientes hasta que venían a matarlos; la planificación minuciosa del genocidio, la indiferencia occidental… Y también nos contaron su participación en los pasos hacia la recuperación y la reconciliación en los tribunales gacaca (“gachacha”), como en el caso en que su testimonio había exonerado a un miliciano hutu que había tratado de ayudar a los tutsis, tratando de alejarles de los lugares donde iban a ser masacrados, aunque sin éxito, puesto que al ver el uniforme huían despavorido
En el interior del memorial había una sala circular con las fotos que habían traído los familiares de los que estaban enterrados en las tumbas comunes. Los adultos. Porque en la planta superior había una sala dedicada exclusivamente a los miles de niños asesinados, con las fotos de algunos de ellos, acompañadas de una breve descripción: nombre, edad a la que murió, comida preferida, característica o peculiaridad, juguete preferido, y, aunque no siempre, qué fue lo último que vio. “Cómo asesinaban a su madre».
Tumbas anónimas en el memorial. Bajo estas losas están centenares de miles de restos humanos. En los tribunales comunitarios (Gacaca, pronunciado “gachacha”), que recuperan una costumbre tradicional ruandesa, se reúnen las personas del barrio o del pueblo y los culpables del genocidio tienen la posibilidad de pedir perdón, de decir a los familiares supervivientes dónde están los restos de sus seres queridos, de denunciar a otros culpables, de cambiar la pena de prisión por trabajos para la comunidad, y de pedir perdón. De este modo, los familiares pueden encontrar y enterrar a los seres queridos y el sistema judicial ordinario no queda colapsado durante décadas para juzgar uno a uno a los numerosísimos victimarios
Fue toda una lección la que nos dieron los ruandeses al final del recorrido por el memorial, cuando había que ir a la siguiente reunión de trabajo a la que llegábamos tarde, y en cambio, en vez de darse prisa, se tomaron todo el tiempo necesario para contemplar con atención, con compasión y respeto la sala donde se mostraban los otros genocidios, los de Camboya, Armenia, Alemania… Se detenían ante cada uno de los paneles, que ya habían visto en otras ocasiones, pero con su interés y su presencia sosegada y conmovida honraban a cada una de las víctimas.
En esa ocasión volví a recordar, como en tantas otras ocasiones durante este viaje a un país desconocido y a lugares desconocidos de mi paisaje interior, el cuento del rabino que pregunta a sus estudiantes:

La delegación europea con miembros del Forum ruandais de logothérapie
– ¿Cómo sabemos que la noche ha llegado a su fin y que el día amanece?
– Porque podemos distinguir a una oveja de un perro – dijo un estudiante.
– No, no es la respuesta – dijo el rabino.
– Porque – dijo otro estudiante – podemos distinguir una higuera de un olivo.
– No – dijo el rabino -. No es la respuesta.
– Entonces, ¿cómo lo sabemos?
– Cuando miramos un rostro desconocido, un extraño, y vemos que es nuestro hermano, en ese momento ha amanecido.
Cristina Visiers Würth, diciembre de 2015